No empezaré por la primera vez que conocí la Serra de Tramuntana, sino por aquella que sentí que yo también pertenecía a ella.
Antes de que me pasara eso, recuerdo perfectamente aquella cola del cine, pero en absoluto recuerdo la película que había ido a ver con mis amigos.
En esa cola del cine, sobre la típica moqueta azul o de algún otro color únicamente perceptible por unos ojos femeninos, nos encontrábamos la pequeña colonia andaluza formada por mis tres amigos y yo.
Todos habíamos caido en Mallorca como fichas de dominó, primero yo, y después, fueron llegando los demás a esta especie de tierra y mar prometidos.
Entre el olor a palomitas, el ruido de todo tipo de máquinas recreativas en la distancia, y las voces de la gente al hablar, como una especie de trueno en la tormenta mas fuerte del invierno, se nos coló una voz fuerte y clara , -Batuadell! -escuchamos exclamar.
-¿Batuadell?, nos preguntamos con cara de extrañeza.
De repente, se hizo el silencio, yo diría que incluso empezó a sonar el silbido de la banda sonora de “El Bueno, el feo y el malo” quizás anunciando un futuro remake de la misma, y escuchamos nuevamente aquella voz que se dirigió a nosotros y nos dijo:
-No xerrau mallorquí?
-No xerrau mallorquí?
Al girarnos vimos a cuatro chicos que nos miraban, sintiendo como si nos estuvieramos contemplando en un espejo. Yo no sabía exactamente que quería decir aquella extraña expresión que había llegado a mis oidos, pero estaba tranquilo porque uno de nosotros se había criado en Catalunya y nos podría traducir perfectamente el contenido de aquello que habíamos oido.
-No xerrau mallorquí? -Nos volvieron a preguntar.
No se por qué, quizás porque estaba un poco nervioso o en su mundo, mi amigo, el que tenía conocimientos de catalán y el que supuestamente nos tenía que traducir, tras una breve pausa, dijo: "Yes!"
-Yes? -Nos quedamos mirándonos los unos a los otros, estallando a continuación en una carcajada que casi nos lleva a revolcarnos por la moqueta azul.
A partir de ese momento, empezamos a hablar tranquilamente. Pregunté que de donde eran. Me dijeron que eran de un pueblo pequeño. "Como el mío", pensé yo. Nuestro pueblo está al lado del mar”, dijeron, “como el mío”, volví a pensar.
Unos días mas tarde, decidimos hacerles una visita a su pueblo. Salimos desde Palma, y debido a nuestra torpeza, cogimos por el camino mas largo posible. Entre discusiones debido a la longitud del trayecto y a la elección de quien era el responsable de haber hecho aquel camino, giramos una de las curvas que anticipan la llegada al pueblo y paramos el coche en un lado de la carretera.
Entonces nos callamos. Desde allí arriba veíamos la montaña y el mar juntos, a la vez, en perfecta armonía, y como, sobre una escalera hecha de pequeñas piedras, descansaban las casas de aquel pueblo. Allí estaba viendo mi propio pueblo en una versión que desconocía, me sentía como en casa. Siempre supe que en algún momento de mi vida tendría que vivir algo así. Ese instante había llegado. Habíamos llegado a Banyalbufar.